viernes, 2 de abril de 2010

A veces nos parecemos

Hace algunos años un Cocker Spaniel se atravesaba con lentitud la avenida Hincapié, no teníamos la intención de recogerlo nos dirigíamos atrasados al trabajo, pero el perro iba tan despacio, confuso y oliendo la calle que mientras lo pasábamos en el vehículo seguimos sus pasos por los retrovisores.  Por como lo vimos, giramos de regreso unos cien metros adelante, y el perro seguía cruzando entre el tránsito así que lo subimos al carro.  Era un perro viejito, se notaba que no oía porque ningún ruido lo perturbó en el camino, tenía cataratas más una infección en un ojo y en el otro un gran lunar en el párpado.
Llamé al veterinario que atendía a los nuestros y le pregunté si podía tenerlo en lo que encontrábamos cómo acomodarlo y salíamos de nuestras prisas, además su clínica nos quedaba camino al trabajo.  Con gusto lo recibió.  Tendríamos de hospedaje  tres días gratuitos mientras resolvíamos qué hacer con él y sólo nos cobraría el medicamento para tratarle el ojo.
Avisamos a los vecinos, contactamos a las dos asociaciones que existían (en ese momento estaban atoradas de perros y por eso no podían recibirlo), no podíamos quedárnoslo porque tampoco teníamos espacio, llamamos a quienes se nos ocurrió y al fin entre conocidos de conocidos nos dieron el número de teléfono de un señor que recogía perros sin hogar y los cuidaba (para evitar que sufrieran en la calle).
Llamé y le conté al desconocido benefactor de canes lo sucedido.
—Mire patoja ¿Tiene usted idea de lo que es lidiar con más de cien perros? ¿Que lo llamen a uno sólo para eso? ¿Que yo ya no tenga vida por tener que estar al tanto de los perros y de los patojos que  contrato para que los cuiden?
—No —contesté, extrañada que me hablara con un tono de voz tan fuerte.

El señor se quejó, maldijo al mundo por dejar abandonados a los perros, insultó a todos los que no ayudaban; más de hora y media lo escuché y confieso que por educación porque con todo lo que  dijo no creía que le diera lugar a un perro más, se escuchaba muy frustrado.  De vez en cuando yo sólo podía contestar: “Tiene razón.”  “Ha de ser difícil.” “Que pena.” Y yo lo decía en serio, no era por llevarle la corriente.
Al fin, suspiró y pidió disculpas por su manera de hablar.  —Me desahogué con usted, traiga al perro, uno más uno menos no me hace la diferencia ya —dijo con resignación.

Seguí buscando,  no quería darle más trabajo a ese señor que quedó atrapado en la caridad hacia los perros, aunque  tal vez sería la única opción.
Los tres días se cumplieron y fui por el perro sin aún saber que hacer, al regreso cerré el portón de mi casa, iba a bajar el can del carro cuando un vecino me dijo: Acabo de enterarme que a un señor que vive a una cuadra de la Hincapié se le perdió su perro hace tres días. Sentí gran alivio al saber por la descripción que se trataba de un Cocker Spaniel.  Típica historia, se salió cuando la puerta quedó abierta.

Llegamos con el perro, tocamos el timbre varias veces y luego de cierto tiempo salió el "dueño".  No tuvimos que preguntar,  era el "propietario".  Era un hombre anciano, caminaba despacio, miraba poco por las cataratas en sus ojos y ¡tenía un gran lunar de carne en un párpado!  Con mucha alegría lo recibió.  Nos agradeció que le evitáramos a su amigo un accidente y se disculpó por la demora de abrir.  —Es que ya estoy algo sordo —expresó, como si no lo hubiéramos deducido ya.

No hay comentarios:

Publicar un comentario