viernes, 26 de marzo de 2010

Recuerdo que

La ilusión de tener un perrito era una realidad, corría del colegio a la casa con más emoción que nunca.  Jugaba con Consentida a la maestra, —ella era la alumna por supuesto—, o era el caballo de las muñecas.   Aún tengo un testigo de cuando Consentida quiso jugar a ser doctora cuando yo no estaba,  es una muñeca que tiene un vendaje en la mano porque está todo mordisqueado.  Pero sin importar las cosas que rompimos fueron momentos divertidos de la niñez. 

La perra aprendió cuanta maña le enseñé.  Mi abuela decía que los perros dormían afuera así que a las ocho de la noche la sacaba a su nido, nos acostábamos como a las nueve y a las diez cuando yo escuchaba los primeros ronquidos  abría la puerta y llevaba a mi peluda amiga a dormir a mi cama, a las cinco me despertaba (la responsabilidad de la travesura, porque no usaba despertador) y la sacaba de nuevo, ella, muy entendida salía silenciosa.  No sé si en casa de verdad no se daban cuenta, pero me preguntaban: —¿Cómo es posible que tus cobijas tengan tanto pelo de chucho?
Con los años llegó el momento en que no tuve que esconderla, y comprendieron que Consentida estaría en donde yo estuviera.  La idea de tener a los perros adentro todo el tiempo se convirtió en algo natural para muchos y por supuesto para mí. 

Ahora tengo que pelear por mis almohadas y tengo la duda si seré yo la que en algún momento tenga que dormir afuera.

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