viernes, 28 de mayo de 2010

Un perro vecino

Los vecinos de la colonia en donde viví mi infancia, tenían dos perros de avanzada edad,  uno de ellos era un Viejo Pastor Inglés y el otro (no recuerdo con exactitud que raza era, aunque Boxer es lo que me viene a la mente) murió un año después que mi Popeye.
Para hacerle compañía al Pastor compraron otro can.  Este no era de raza, su hocico alargado le negaba ser reconocido como un Labrador negro.

No sé, si sería por el recuerdo de mi perrito o que la caricatura estaba de moda pero también lo nombraron Popeye.  Él era un perro malhumorado, no le hacía caso a nadie en su casa, y cuando se salía en esos descuidos del portón, menos. A doña Juanita, la vecina, era a la que le prestaba un poco de atención a lo que ella decía, pero al final el perro decidía qué hacer.   
Popeye, sin embargo, tenía cierta debilidad conmigo, y por su comportamiento hacia mí yo lo consideraba cariñoso y obediente, nunca me gruñó y siempre me obedeció.

Con los años nos mudamos, y sólo lo vi  las pocas veces que llegábamos a visitar los vecinos, luego supe que había muerto de anciano.

Hace un mes fuimos con mi mamá a la colonia, ahora tiene las cuadras cerradas y un único ingreso con garita,  las casas ahora viejas, se ven de aspecto triste.  Buscamos a los antiguos conocidos y en ese momento nos enteramos que doña Juanita había fallecido hacía pocas semanas.
En cuanto lo supe, recordé con cariño, las varias veces en que la señora tocó el timbre de mi casa y dijo: —Doña Carmencita, me haría el favor de decirle a la nena: Si puede salir para que entre a Popeye. Porque se salió otra vez.

viernes, 21 de mayo de 2010

¿Un héroe?

No sé  hace cuantos años hará, pero sé que era fin de semana por la falta de vehículos en las calles. Transitábamos con mi esposo  al principio de la Aguilar Batres, vimos a un perro negro, peludo, a la orilla de la calle, se observaba de respiración agitada.  De inmediato retornamos en la siguiente cuadra para estacionarnos y darle ayuda al animal.  No imaginé que estaba tan mal.

Mientras llegábamos, una camioneta hacía parada,  se bajó un grupo de jóvenes; ellos subieron al perro a la banqueta.  Nos acercamos al can y por un momento tuve esperanza, hasta que vi que le salía líquidos por la nariz y la boca.  Los muchachos decían que sintieron los huesos molidos al subirlo a la acera.  La mayoría del grupo se fue.  Nosotros nos quedamos  pensando en cómo subirlo a nuestro auto sin lastimarlo más.
El perro murió en ese minuto.  Agradecí, en mi mente, la muerte que, sino fue instantánea tampoco fue más larga. Comenzaba a llenarme de enojo por lo sucedido, cuando de las personas que quedaron un hombre se nos acercó.  Enojado y con palabras arrastradas preguntó:

—¿Ustedes atropellaron al perro? ¿Por qué lo hicieron?
—No fuimos nosotros, queríamos ayudar.  ¿Era suyo? —Y nos alejamos por el aliento a licor tan fuerte que le sentimos.
—¿Qué? ¿Era de ustedes? Todavía lo podemos salvar. —Y mientras lo decía, como héroe se abalanzó sobre el perro.

Respondíamos que no era de nosotros, le explicábamos que ya había muerto, pero  el borracho por su buen corazón o  exceso de alcohol (tal vez ambos) se agachó para darle respiración de boca a hocico al peludo cadáver. 
Los que presenciamos el acto, no podíamos creer lo que veíamos. Tratábamos de detenerlo pero él prosiguió (sin que pudiéramos interrumpirlo) al menos por cinco minutos, y cada vez que él tomaba aire decía: No hay que parar. Ya merito.  Ya se va a poner bien.
Escuché que alguien dijo: —Si el perro no estuviera muerto, lo estaría deseando ahorita.

Al fin se detuvo y levantando los brazos y viendo hacia el cielo gritó: — ¡No! ¡Pobre perro! No se pudo ¡Pobre perro! ¡Se murió!
El hombre estaba desconsolado, abrazaba al cadáver.  Y pasado un momento se levantó.
Los espectadores comenzaron a irse, algunos con risa y otros con repulsión, y nosotros antes de hacerlo nos despedimos del buen hombre.  Pero él indignado nos detuvo y dijo:

—¿Y qué? ¿Lo van a dejar aquí? ¿No que era de ustedes pues? —preguntó molesto.
—No señor. Tratamos de decirle que no era de nosotros. Quisimos auxiliarlo y por eso nos detuvimos.  No sabemos a donde llevar el cuerpo del perrito, no conocemos al dueño tampoco.  Que tenga buen día. —Seguimos caminando. ¿Qué otra cosa podíamos decir?
—Al menos dense algo para el sabor de boca que me quedó ¿no? —Solicitó, ya con la mano extendida. El argumento nos pareció válido.

Luego, vimos como se dirigía con pasos tambaleantes, a una cantina al final de la cuadra; o quién sabe tal vez vivía por ahí.

viernes, 14 de mayo de 2010

Popeye

Luego de Duquesa llegó Popeye, un perro mestizo, se veía como un Beagle,  con manchas y todo aunque unos veinte centímetros más alto y se notaba que no era de raza, pero era lindo y ante todo único. Muy cariñoso y amable con las personas.
Una tarde se salió tras de mi cuando fui a la vecindad.   Tendría yo unos tres años, y por mi edad me imagino que lo ahuyenté de forma indebida.  Sé que no lo dañé, pero lo puse nervioso.  Me mordió, no, ni siquiera llegó a ser eso.  Pasó sus dientes en mi mano, causándome algo menos que un rasguño.   Lloré, pero por el susto.  Y como él no estaba vacunado me gané las dosis de antirrábicas en el estómago. 

En donde existe ignorancia el oportunista hace fiesta, y eso sucedió en casa, ahora lo sé.  Mi mami por ese entonces tenía huéspedes. Estos eran jóvenes del resto de Centro América, estudiantes de la Universidad San Carlos;  entre ellos uno estudiaba veterinaria.
Arnoldo, el seudo veterinario, aseveró que Popeye tenía rabia y no vi más al perro.  Días después el estudiante pegaba huesos en un cartón para una presentación.  Pregunté y contestó que era una tarea que tenía que entregar: Huesos de perro.   Entendí que era Popeye.  Me dolió (más que las inyecciones) pero  mi perrito estaba enfermo y no había cura, fue lo que pensé, con más madurez que la que hoy tengo.

Los sucesos no se olvidan, lo que pasa es que uno no los recuerda hasta que algo los trae del fondo de nuestra mente.   Ese algo llegó un día en mi adolescencia, mientras conversaba con un Doctor Veterinario. —Puede presentarse de dos maneras mi´ja.  Les dicen:  rabia furiosa y  rabia muda —dijo y me explicó los síntomas.  Recordé a Popeye.  Él no presentaba ninguna de las señales.  Le conté al doctor y preguntó:
—¿Lo dejaban salir a callejear?  ¿Tenía contacto con otros animales?
—No.
—Pues —respondió, rascándose la cabeza—, no hay manera de asegurar o negar que su perro tenía rabia. Sin síntomas se puede sospechar, si no se conoce al animal.  Es normal que su familia se preocupara y no tomara riesgos, más, porque alguien les aseguró que estaba enfermo.  Quién sabe qué pasó en realidad —dijo discreto, mientras su rostro expresaba lo que concluí en ese  momento. 

Ahora me pregunto: ¡¿Y si ese huésped,  hubiera decidido estudiar medicina?!

viernes, 7 de mayo de 2010

Duquesa

¿Fue Duquesa la que me enseñó a amar a los perros o nací así?

No recuerdo a la Pastor Alemán. Ella era una perra adulta de más o menos ocho años cuando yo nací.  Sé de ella por las anécdotas de mi mamá, mami (mi abuelita) y por un par de fotos en un viejo álbum.  Me contaban que mientras yo dormía  siendo bebé, ella se quedaba vigilando atenta a mis movimientos.  Al ver que yo me movía, no ladraba sino de inmediato iba a buscar a un adulto.  
Me imagino que pronto aprendieron a entenderla y descubrieron en ella un monitor inalámbrico y sin baterías, (tecnología moderna y eficiente)  pero lo más  curioso para mí, es que Duquesa entrenó a los adultos de la casa: Ella llegaba ante ellos movía la cola, daba media vuelta, los miraba en espera a que la siguieran hasta donde yo estaba.  Al observar que me atendían,  se retiraba a hacer su antojo.
Admito que pensé que exageraban la historia de la Pastor, pero hace un año vi una situación  similar, esta la escribiré otro día.

Duquesa murió cuando yo tenía dos años.  Mi mami me contó que amaneció muerta y a pesar de la edad de la perra, en ese momento no consideró que esa hubiera sido la causa porque estaba sana.  Dos días después, el tendedero amaneció sin la ropa que se dejó secando la noche anterior.  En casa lamentaban la muerte de un ser amado y más cuando pensaron que fue por robar unos cuantos trapos.  No imaginaron que llegarían tiempos en que no sólo perros, sino también gente, moriría por menos que un calcetín.