sábado, 16 de junio de 2012

Caninus Houdinis

Esta semana mi esposo me preguntó si había visto al perro Husky que daban en adopción.   En estas semanas se han encontrado varios de esa raza y en lo que buscan a sus dueños (quienes tal vez no desean ser encontrados) los promueven para adopción.  Como no sabía a cuál se refería, pregunté por más detalles.  
—El que dicen que es escapista.
—Ah, sí. Leí sobre él.
—¡Qué travieso!  ¿Verdad? Abre las chapas con los dientes.  Imagínate, ya que le de vuelta a la perilla; es porque se ha fijado en lo que hacen las personas y sabe copiarlo —dijo. Y los dos recordamos a Skippy.

Había olvidado este detalle de mi tremenda Cocker.  Hasta tuve problemas por su ingenio, les cuento:

Consentida, madre de Skippy todavía estaba con nosotros. Y yo aún vivía en casa de mi madre, mis hermanos y mi padrastro.   Este señor se dedicó a no ser ni amable conmigo desde poco después que se casó con mi mamá.  Y mientras crecí el trato entre ambos era de educación verbal si no podíamos evitarnos: Buenos días y con permiso.  
Por mi parte la razón de mantener esa “cordialidad” era para que no molestar a mi madre.  Por parte de él, era sólo por que no quería ser menos educado que yo.  Era de ese tipo de personalidad que gusta de la confrontación.
Bien, con los años el señor aprendió que mi debilidad eran mis perros, no tenía que ser genio para saberlo pero queriendo molestar buscaba ese pretexto: ‹‹Chuchos pendejos…››, ‹‹Esos perros cabrones…››, ‹‹¡Ah! chucho quítese…››.  
En fin. De un modo u otro mi mamá se las ingeniaba para que mi dormitorio tuviera un jardín privado, por pequeño que fuera y así yo era feliz porque estaba con mis peludas.

En esa última casa, donde convivimos todos, fue que creció sus primeros cuatro años Spooky (también la llamaba así).  La puerta de mi dormitorio estaba separado del resto de la casa por un pequeño patio de un metro de ancho y por este se llegaba a la cocina, con otra puerta de vidrio y chapa de las que se sube y baja el jalador para abrirla o cerrarla.  Desde la cocina se tenía acceso a toda la casa.

De repente comenzaron los disgustos.  Me regañaban por dejar la puerta de vidrio abierta y que las perras entraran a subirse a los sillones, cuando yo no estaba.  O mi mamá me decía que ella había encerrado a las perras porque al entrar a la casa se habían salido al garaje.  El señor comenzó a amenazar que cuando las viera adentro abriría el portón para que se salieran porque ya lo tenían harto.  
Yo no entendía qué sucedía, y la razón lógica que pensé fue que él les abría para causarme problemas, y para de verdad un día sacarlas.
En todos esos años, sí de algo estaba segura es que él no era tan malo, porque si bien nunca fue un buen ejemplo o un consejero, tampoco fue cruel de hacerles daño a mis perros para causarme pesar. Pero la situación había cambiado, según yo.

Entonces yo también me ensañaba con él.  Lo culpaba por la puerta. Lo amenazaba (no sé ni con qué) de regreso por si algo les pasaba a mis peludas. Él lo negaba, pero nadie le creía. Hazte fama y échate a dormir, dice el dicho, y sus acciones lo señalaban.
Fueron días de enojo, malestar, y por primera vez el deseo de irme de la casa y vivir tranquila con mis perritas.

Un día olvidé mi bolsa, regresé y antes de entrar a la casa escuché golpes.  Todavía, vi a Skippy brincando frente a la puerta de vidrio y entendí lo que sucedía.  No lo habría imaginado, ella era pequeña y no alcanzaba la chapa, se me olvidó lo traviesa y perseverante que era.   Me escondí para observarla:  Ella saltaba, con sus patas delanteras bajaba la chapa y con las traseras mientras estaba en el aire empujaba la puerta, dejándola abierta.
Busqué la llave, la utilicé y el problema se solucionó, al menos ese.   Más tarde le expliqué a mi mamá y con doloroso orgullo, cuando vi a mi padrastro murmullé disculpas. Me imagino que las aceptó porque sólo se alejó balbuceando: ‹‹Yo te lo dije, yo te dije que yo no era.››

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