sábado, 26 de mayo de 2012

Indefensos ante la perversidad

¿Por qué escribí la semana pasada: Una semana de silencio? Porque la necesitaba.  Ya sabrán la razón, esta no es una de las anécdotas amenas o de conciencia con las que trato de entretenerlos, pero es la realidad de nuestro país.  Si no está preparado para conocerla mejor no continúe.

Por los sucesos de la semana pasada recordé un momento de mi niñez.  No sé si iba con mi madre o mi mami (abuela), pero fue en la zona cinco a unas cuadras del monumento al trabajo, cuando subimos un microbús (sí, ruletero).  El chófer iba a una velocidad terrible. No había avanzado ni cinco cuadras desde la parada y oí que le dijo al ayudante: —Mirá, mirá que le doy.

Con lo apretujados que íbamos los pasajeros y mis cinco años, no alcanzaba a ver a qué se refería. De pronto, el microbús ladeó con brusquedad y poco faltó para que diéramos vuelta.  Miré el timón siendo forzado por el chófer y en el mismo instante escuché los alaridos de un perro; lo alcancé a ver por una  ventana, retorciéndose del dolor por sus patas delanteras.  Un abrazo fuerte silenció mi llanto aunque no lo apaciguó.  
Pero ese abrazo no fue sólo para consolarme, era también para evitar que escuchara las carcajadas del chófer y su ayudante. Pero no fue lo suficiente fuerte.
Décadas después esa maldad continúa.

La semana pasada supe demasiada información de animales maltratados intencionalmente, aquí en Guatemala.  Es lamentable, sucede en todo el mundo pero aquí no solía suceder a menudo, y aún así, estábamos mal, ahora estamos peor.  Sólo les escribiré dos casos:

  • En el parque central, el reporte de una perra que sangraba. Fue rescatada por una asociación.  Al ser operada asumiendo un tumor resultó que tenía un lapicero en el útero.
  • En el mercado de Ciudad Peronia, unos niños y voluntarios de una asociación lograron rescatar a un gato de personas que se "divertían" con él quemándole una pata.  

Esos días la pasé molesta. ¿Por qué alguien hace eso? Porque son locos o drogadictos será la respuesta de algunos, pero no estoy de acuerdo. Hay personas con enfermedades mentales y adictos a cuanta cosa se les ocurra que no causarían ese tipo de daño. La perversidad se trae y en la mayoría de los casos los padres la alimentan.
Pero como si mi malestar no fuera suficiente, el viernes pasado fue el cierre de la horrible función de maldad de la que ya sabía, sólo que ese día me tocó vivirlo de nuevo en primera fila.

En la avenida hincapié un perro se atravesaba al otro lado del carril.  Un auto paró y un autobús que venía a su lado se medio detuvo.  El perro se desorientó, y el chófer que no se había decidido a parar aceleró.  Atropelló al perro y me guardo la descripción de lo que le pasó para que ustedes no tengan la sensación de dolor e impotencia que me quedó al ver lo sucedido.  
Por un momento pude considerar que fue un terrible accidente, pero mientras la camioneta pasaba casi a mi lado, el chófer iba riendo junto a su ayudante.

Fui a dar la vuelta, me tardé tal vez más de lo que debí sin darme cuenta.  Estaba temblorosa, llena de rabia, tristeza, impotencia.  Sólo deseaba que esa agonía que vi cuando el perro quedó en el pavimento hubiera sido la última.  ¡Por favor que esté muerto! ¡Que no esté sufriendo! Me decía una y otra vez en lo que llegaba.

Todavía hoy, una semana después, está ahí: en la banqueta.   Los vecinos colocaron el cuerpo en una caja de cartón y la lluvia la ha desecho, dejándolo al descubierto.  Muchos lo ven, pocos sabemos que es el recordatorio de que existe la maldad.

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