sábado, 5 de mayo de 2012

Aurora

Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia…
¡Ay no! Me equivoqué.  Cuando pienso en Aurora, este poema se me viene a la mente.  Tal vez porque yo le decía:  ‹‹Aurorita, está linda la perra, y el viento, la primera vez que te vi, trajo tu esencia nada sutil.›› No muy agradable, pero así fue.
Mi esposo, un día, me comentó que una perra apareció en la entrada del aeropuerto.   Mestiza, delgada y vivaracha.  Asumimos que era de los alrededores y que pronto volvería a su hogar.   
Pasó una semana y la perra seguía allí, dormía bajo cualquier lugar cubierto que encontraba y se alimentaba de la basura o de lo que los turistas al entrar al aeropuerto le daban.  
Era cariñosa, al punto de zalamera, sabía que las personas de pelo claro y maletas eran los que sentían lástima por ella y era a los que más se les acercaba.

Un día que fui a dejar a mi esposo al trabajo, la vi, se acercó al automóvil (que conste que no tengo el pelo rubio) y comenzó a realizar todo tipo de gracias.  
—Bien, si te quieres venir, súbete —le dije, mientras le abría la puerta del carro.
Lo hizo, se sentó con delicadeza y con cara de: ¿Esto es secuestro o rescate? Pero se comportó como una experta copiloto.

Mientras la traía a casa, me puse a pensar en todas las posibilidades y en cómo reaccionarían mis perros. En ese entones sólo tenía a dos jóvenes y a Musa ya anciana.  La ventaja es que todavía disponía de un pequeño patio separado del resto de los perros y luego me las ingeniaría.

Los días pasaron, y Aurora (obvio que así la llamamos) se ganó a los demás perros.  Era una más de la manada, un solo problema presentaba: No comía. ¡Se hartaba! Lo de ella, lo de los demás, lo que fuera.
Así que tuve que realizar cambios en la alimentación de los demás, durante el día se le dejaba entrar y en la noche se le sacaba para alimentarla en el espacio separado, y para que los otros también comieran adentro.  

Era una perra de tamaño mediano, no ladraba, esperaba a que uno la sacara a hacer sus necesidades, era tan ideal para cualquier casa y hasta apartamento, no era traviesa, ella era un amor, además la habíamos castrado.  Pero a pesar de todas sus virtudes, nadie la adoptaba. Las personas lo único que veían era una perra mestiza, la típica callejera.

A los siete meses de albergarla, le dije: No le demos más vueltas al asunto, te quedas en casa y ya.

Parece que me entendió, porque a la mañana siguiente se impuso ante mi otra perra, la agredió para dar a conocer su autoridad.  Lo dejé pasar, son cosas de perros, me dije y punto.  Por la tarde de nuevo, a las horas se repitió.  Mi pequeña Nova, llegó al extremo de no pasar cerca de Aurora ya que de inmediato se le tiraba. En una de esas la hirió. 
Aurorita sabía pelear, defenderse y Nova, sin costumbre a las actitudes normales de un perro salía perdiendo, era con la única que tenía problemas.  
Dos semanas pasé en esas, manteniéndolas apartadas como quien tiene perros recién conocidos.  ¡No sabía que hacer!  Ya había llevado a Nova dos veces a la veterinaria para que la curaran.  
Una joven que conozco me dijo: Le había conseguido casa a Aurora pero como me dijo que ya no la daría no le avisé.
El hogar seguía disponible. Conocí al señor y en dónde vivía para asegurarme que la perra estaría bien.   

Entregué a Aurora con lágrimas, convenciendo a mis sentimientos que hacía lo mejor, no sólo para Nova, sino para Aurorita, para no tenerla que mantener encerrada.   

La perra se adaptó bien, adoraba a don Adolfo, su nuevo protector, y él no podía estar más feliz, hablaba con él semana a semana y así pasó casi tres meses.  
Luego un día que hablé con él, me dijo preocupado: —Aurora ha encontrado la manera de hacer hoyos y se sale a casa de los vecinos.  Hasta ahora no sabían porqué los pollos amanecían muertos pero ya vieron que es ella la que lo hace en la noche y regresa a casa por la madrugada.  No es por hambre ya que no se los come, es sólo por ir de cacería.  He pagado las travesuras que hace, pero la amenazaron con que la matarían, cosa que no deseo.  Así que, como me dijo que se la devolviera si no funcionaba, usted me dirá cuando la puedo ir a dejar.

Le pedí unos días en lo que le hacía un corral en casa de mi mamá, era lo último que quería, porque no podría cuidarla de igual manera que antes, pero tampoco quería que regresara a las andadas con Nova.

Días después don Adolfo me contactó de nuevo y me contó que tenía un hogar para Aurora, si yo estaba de acuerdo.  Fuimos a verlo, era un jardín amplio, tenían casa lista para la perra y los recursos para cuidarla.   Se fue para allá.  
Por casi año y medio supe que estaba bien, hasta que me dijeron que se había escapado por una rendija, se le buscó pero nada, Aurora se había esfumado.
A los dos meses el nuevo protector se bajó de un autobús y se sorprendió al ver a una perra similar a Aurora, al otro lado de la calle.  Se acercó a ella, y ¡sí!, era la escapista y traviesa Aurora.  Regresó con él.
Desde ese día la perra no se acerca a la cerca, parece que la calle no le atrae en lo absoluto y hasta dónde yo sé la perra sigue en su jardín.

Todavía a finales del año pasado supe de ella: —Está gorda, algo canosa pero cariñosa como siempre lo ha sido —me dijeron.


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