La
vida es extraña, no siempre salen las cosas como se planean, y nunca se
sabe que consecuencia habrá para personas desconocidas. A mi esta
situación me dio y sigue dando alegrías.
“Feliz
día del cariño, me llamo Consentida”, decía la tarjeta con la que
entregaron a una perra Cocker Spaniel, raza que tiene por fama ser
demasiado traviesa. En el hogar al que la regalaron ya había una
Chihuahua, una Pequinés y una Salchicha, en edades adultas. La cachorra,
era eso: una cachorra en busca de atención y juego; en su nuevo hogar
no podían con ella, así que se olvidaron del sentimentalismo y cuatro
meses después la dieron a mi casa. Llegó con el alias de: Cony, la
llamaban así para acortar su nombre original. Yo tenía once años, el
tiempo del mundo y muchas ganas de tener un perro; no recuerdo un
momento de mi vida en el que no me gustaran los perros.
Cony
fue mi Consentida y mi Consuelo, crecimos juntas, me hizo muy feliz y
yo traté de hacer lo mismo por ella; no fue mi perrita, fue mi mejor
amiga y en cierto modo se convirtió en mi conciencia porque muchas
decisiones las tomé por la responsabilidad que tenía hacia ella para
que estuviera sana y alegre, sin darme cuenta que por ello, ese efecto
también surgía en mí.
La
predecesora de los que tengo en casa (a excepción de una) fue Cony, y
algunas veces, cuando veo a los que son sus bisnietos no puedo evitar
pensar que ese regalo que no era para mí es de los mejores que he
tenido.
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