viernes, 12 de marzo de 2010

Un invitado

En la Avenida Las Américas, pasadas las seis de la tarde íbamos con mi esposo en el auto, despacio por el tránsito a pesar que entonces no había tanto (año 1,998 creo).  Vimos a este perro, algo viejo,  rechoncho, pequeño y con cara de afligido.   Resultó ser un Beagle aunque nunca había visto uno con esos colores: beige muy claro y blanco.  Nos detuvimos, lo llamamos y él muy confiado se acercó a nosotros.   Preguntamos a las personas alrededor si alguien lo conocía o era el dueño, y lo que nos respondían era: “Parece perdido”. ¡Obvio!
Al fin el guardia de un edificio nos dijo que el perro tenía más de dos horas de estar vagando por ahí y que estuvo a punto de ser atropellado un par de veces.  Dejamos, a quien se prestara, nuestro número telefónico por si alguien preguntaba por él y nos lo llevamos para evitarle un accidente.
   
A las nueve de la noche comenzó a sonar el teléfono,  era un hombre que decía ser el dueño del Beagle, dio señas y nombre (que no recuerdo) y sí, parecía ser el propietario. 
Luego que le dimos la opción de recogerlo por la mañana, confesó  que era el guardián de la casa en donde vivía el perro, el dueño estaba de viaje y en un momento en que abrió la puerta, el perro se salió y hasta horas después se dio cuenta.  El patrón regresaría al otro día así que le urgía recoger al perrito o perdería su empleo.  Por un momento pensamos en esperar al propietario y que el empleado recibiera un castigo, pero no lo hicimos. Esa misma noche lo entregamos.
Días después supimos que el can se escapó cuando el guardián enamoraba a una de las empleadas vecinas, y que cerca de las ocho de la noche el hombre caminaba desesperado buscándolo.  

—Preguntó por el chucho, le dí el número que usted me dio —dijo el portero de unos apartamentos—, pero el señor hasta estaba llorando .

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